El día que le grité a mi hija... y me di cuenta de algo más importante

A veces, la vida nos da esos momentos donde explotas, donde te gana la emoción y terminas haciendo o diciendo lo que no querías. ¿Qué puedes hacer? Tenerte paciencia. No es sobre no cometer errores, sino sobre aprender de ellos.

Kike Díaz

5/8/20243 min read

Ayer me pasó algo que estoy seguro muchos padres han vivido, aunque no lo admitan tan abiertamente. Estaba volviendo de recoger a los peques del colegio en nuestra clásica ruta en bici. Mi hija va en la sillita atrás, y mi hijo, con su energía inagotable, en su propia bicicleta persiguiendo. Todo bien, hasta que llegamos al semáforo.

Se acerca un señor y me suelta: "Oye, su hija se está moviendo mucho, se puede caer". Lo agradecí y me giré con mi tono de padre zen: "Amor, agárrate bien y quédate derecha". Un clásico, ¿no? Uno les dice algo esperando que te escuchen como si fueras el Dalai Lama, pero son niños, lo que para ellos significa “lo escuché, pero ya lo olvidé”.

Todo normal hasta el siguiente semáforo, cuando trato de arrancar... y la bici no se mueve. Y ahí es cuando escucho el grito. Mi hija. Su pie atascado entre la rueda y un tubo. ¡Pánico total! En ese momento, me congelé. Pensé que le había roto el pie. Mi corazón latía como si estuviera corriendo una maratón. Gente se acercaba a ayudarme mientras trataba de sacarle el pie. Por fin lo logro, y tras revisarla, veo que el pie está intacto, solo un raspón. Pero ahí, algo cambió en mí.

El miedo se convirtió en rabia. Y no esa rabia controlada y calmada. No. La rabia que te sale desde las entrañas, esa que no entiendes bien pero que explota en forma de gritos. Empecé a gritarle: "¡¿Ves por qué te digo que te agarres bien?! ¡Esto es lo que pasa cuando no me haces caso!". Ella, mi pobre hija, llorando no solo del dolor físico, sino también porque su papá, el tipo que debería consolarla, le estaba gritando como loco. Y ahí, entre gritos, me di cuenta de lo absurdo de la situación. Mi hija estaba sufriendo y yo, en vez de ser el refugio que necesitaba, me convertí en su tormenta. Y claro, la gente mirando. Esa vergüenza social que uno siente cuando está en su peor momento, pero, honestamente, en ese instante, me daba igual. Estaba tan atrapado en mi rabia y frustración que lo que menos me importaba era lo que pensara la gente.

Una vez que todo pasó y las pulsaciones volvieron a la normalidad, lo que quedó fue el remordimiento. Ese sentimiento que te carcome el cerebro cuando piensas: “¿Qué acabo de hacer? ¿Por qué grité? Mi hija solo necesitaba que la calmara, no que la regañara”. Ahí, en la calma post-rabia, llegó la claridad.

Pero, ¿sabes qué? Reflexionando más tarde, me di cuenta de algo: ¡Yo también soy humano! Sí, le grité a mi hija en un momento de estrés, y aunque no estoy orgulloso de eso, lo hice desde un lugar de miedo. Un miedo que probablemente muchos padres entienden. Y ahí está la clave: hacer las paces con uno mismo. No me justifico, pero sí me permito compasión. Al final, reaccioné de la mejor manera que sabía en ese momento, desde esas creencias que hemos mamado toda la vida: “Un buen padre protege a sus hijos, ellos deben hacerle caso, si algo les pasa, es tu responsabilidad”.

¿Fue la mejor manera de reaccionar? Definitivamente no. Pero lo que me consuela es que, aunque con un tono equivocado, le pude decir a mi hija que lo que más quiero es protegerla, que lo que me mueve es cuidarla. Y ahí está el aprendizaje: lo que realmente importa es estar dispuesto a reflexionar, a aprender de esos momentos en los que metes la pata hasta el fondo, y confiar en que la próxima vez lo harás mejor. Porque no se trata de ser perfecto, se trata de ser consciente. Cada día es una oportunidad para mejorar, para conectar más, para gritar menos, para querer mejor.

Así que, si alguna vez te encuentras gritando a alguien que amas en un momento de frustración, no te destroces por ello. Respira, reflexiona, aprende. Al final del día, todos estamos intentando hacerlo lo mejor que podemos, con las herramientas que tenemos. Y lo mejor de todo es que esas herramientas las podemos seguir puliendo, un día a la vez.